viernes, 6 de enero de 2017

El Dictado de los 10 Mandamientos - Relato Histórico Verdadero!!

En éste nuevo Año 2.017 deseo para todos ustedes que la Paz sea con Ustedes, Bendiciones y Éxitos en éste nuevo ciclo de 365 días.

Dejo para ustedes el fragmento del Libro - "Moisés - El Vidente del Sinaí de Josefa Rosalía Luque Alvarez" que narra los acontecimiento reales de aquel momento cumbre de la Humanidad. En ésta ocasión les traigo el momento en el cual se dictan los 10 Mandamientos y se crean las Tablas que contienen esas escrituras.

Espero sea de provecho para sus conciencias ...!!!

"Era el atardecer.
El sol había desaparecido ya envuelto en sus velos de amatista y
oro. Un silencio majestuoso y profundo parecía esperar que algún
sonido lo interrumpiera pues se hacía ya demasiado largo.
–Hoy será el gran día –les había anunciado a la mañana, Moisés–,
haced un gran esfuerzo si os es necesario, para no alterar en
forma ninguna la tranquilidad y la paz de este día.
“El Eterno Invisible que es nuestro Padre y nos ama, os hará
saber hoy porqué y para qué habéis abandonado Egipto, y porqué
estamos reunidos en este desierto, al pie del Monte Sinaí.
“Esperad pues tranquilos, pensando que el Eterno Invisible es
nuestro Padre y nos ama con un amor infinitamente mayor que
todos los amores de este mundo”.

Y Moisés penetró en su tienda y no le vieron más, hasta que
al atardecer le vieron todo vestido de blanco envuelto de la cabeza
a los pies en un gran manto de lino y que seguido de sus
Setenta auxiliares íntimos, vestidos como él, subía el escabroso
monte por un tortuoso desfiladero, que a momentos desaparecían
como tragados por quebradas y gargantas, y aparecían de
nuevo empequeñecidos por la grande altura alcanzada. El adusto
promontorio empezó a cubrirse de un rojizo resplandor de
llamas que aparecían como enormes lenguas de fuego que iban
elevándose más y más hasta teñir con tintes de oro las nubes que
estaban cercanas.

Cuando casi llegaban a la cumbre, los blancos encapuchados
que aparecían como pequeños corderillos de una majada, estaban
de rodillas y el dorado resplandor empezaba a cubrirlos, en tal
forma que apenas se les percibía desde la llanura.
Toda aquella muchedumbre sobrecogida de estupor, oyó una
grande y sonora voz que decía:

–El Eterno Invisible que es Amor, Poder y Justicia os dice:
“Yo soy el Señor Dios vuestro que os ama sobre todas las
cosas y quiere vuestro amor, ilimitada confianza y constante
fidelidad.
“Yo soy el Señor Dios vuestro y no tendréis otros dioses en vuestra
vida porque Yo Soy la Verdad, la Luz, el Bien y la Felicidad
perdurable y Eterna. Soy vuestro origen y vuestro fin”.
“Y ésta es mi Ley única, inmutable, invariable y eterna.
“Ámame sobre todo cuanto existe porque Yo Soy tu Dios y tú
eres mi Hijo.
“No tomarás mi nombre para falsedad ninguna porque Yo
Soy la Verdad.
“Me consagrarás un día en la semana y será para descanso
de tu cuerpo y alegría de tu espíritu.
“Después de Mí, darás a tus padres los dones de tu reverencia
y de tu amor en todos los días de tu vida.
“No matarás a ningún semejante tuyo, porque Yo Soy el dueño
de toda vida.
“No cometerás adulterio ni acto alguno que ofenda el pudor
y dignidad humana.
“No tomarás nada ajeno sin la voluntad de su dueño.
“No levantarás calumnia ni falso testimonio en contra de tus
semejantes.
“No desearás los bienes ajenos ni pondrás tu deseo en nada
que pertenezca a tu prójimo.
“No harás, nunca jamás, lo que no quieras que se haga contigo.
“Tal es el resumen de toda mi ley”.

La voz calló como sumergida en un tremendo remolino de luces
errantes y fugitivas, de nubes y nieblas y resplandores que daban
claridad hasta larga distancia.

Cuando volvió el silencio y la calma, la muchedumbre vio
descender a los Setenta compañeros de Moisés, que cada cual se
alumbraba el camino con una antorcha de cáñamo.
Pero Moisés no volvía con ellos.

Para evitar las alarmas que esto pudiera causar al pueblo, uno
de los Hierofantes anunció:
–La Eterna Ley que acabamos de recibir será grabada sobre
tablas de piedra, y vuestro Guía Conductor ha quedado arriba
para recibirlas.
“Esperadle en paz y tranquilidad.
* * *

Los Anacoretas que habitaban desde siete años atrás en las
grutas del Monte Horeb vecino inmediato del Sinaí, se habían
trasladado por aviso espiritual, a la gruta templo que tuvieron
los Kobdas de la prehistoria cuando fueron guardianes de los
cautivos y luego, refugiados fugitivos que huyeron de Neghadá,
transformado por fuerzas y corrientes contrarias de Santuario de
Sabiduría, de Paz y de Amor, en Palacio Fortaleza de una soberanía
militar, audaz y autócrata en alto grado.

El Guía Mayor y más íntimo de la Misión de Moisés, era Aelohin,
secundado por todos los compañeros de evolución que se
encontraban libres de la vida carnal.
Su poderosa influencia unida a los solitarios de aquellos montes,
habían producido las estupendas manifestaciones que la Eterna
Ley nos ha revelado.

Ellos sabían que el agente o instrumento directo del plano físico
era Moisés, y comprendían y sabían que llegado el punto final y
culminante, ese instrumento de carne, sangre y nervios habría
dado de sí, cuanto puede dar un ser revestido de materia física
terrestre. Le sabían pues, agotado, deshecho casi muerto.

Necesitaba un largo descanso en el sopor suavísimo del sueño
hipnótico provocado por mandato mental superior. El cuerpo
físico de Moisés dormía en profundo silencio y quietud sobre un
blando lecho de heno, envuelto en su blanco manto de lino y vigilado de cerca por los Anacoretas, entre los que se hallaba Thylo,
Senio y diez antiguos Kobdas que habían sido discípulos y amigos
permanentes de Anfión, de Antulio y de Krishna.

Cuando transcurridos catorce días, salió de su estado letárgico,
era su aspecto de un muerto vuelto a la vida. Los Anacoretas habían ya grabado las tablas con la gran Ley recibida, pero Moisés debía reponerse espiritual y físicamente antes de presentarse al pueblo de nuevo.

Tal fue la causa porque él tardó veintitrés días sin bajar del
Monte de sus glorias y también de sus martirios, que la humanidad
ignoró por completo.
Él llevaba grabado en todo su ser el gran lema de los Hijos de
Dios: “El sacrificio por un ideal de redención humana es la suprema
consagración del amor”. Y él había dicho un día la solemne evocación
ante su consejo de Hierofantes unidos: “O vencer o morir”.

Cuando ascendía al Monte, cubierto con gran manto blanco
en que los antiguos Profetas y Soberanos Atlantes eran envueltos
para morir, había preguntado con su mente hundida en lo infinito,
como un audaz y atrevido sondaje:

–“¿Bajaré con vida de este Monte tuyo, Señor, a donde subo
para encontrarme Contigo y recibir tu Ley Soberana?”
Y el más profundo silencio le había respondido.
¿Qué ley, qué misterio, qué secreto encerraba ese pavoroso
silencio del mundo espiritual que tan pródigo había sido antes
para con él?
Era sin duda la gran prueba final del Eterno Poder para con
su Elegido.
Y no obstante el gran silencio abrumador, Moisés siguió subiendo
y pensando:
–El monte del sacrificio, el Monte de la Muerte. ¡Señor!... ¡Eres
mi dueño Eterno! ¡De Ti he salido y a Ti he de volver! ¡Tu voluntad
Soberana es y será siempre mi única Ley!

Y así había llegado a la cima y caído de rodillas entre sus Hierofantes, había rendido su adoración, su ser y toda su vida a la
infinita grandeza de su Padre Dios, que callaba para él en ese
instante supremo. La elevación espiritual de Moisés es inmensamente más grande que la obra material y humana que realizó en beneficio de toda la humanidad.

Mas, debemos comprender que el pueblo no podía comprender
el mundo interno de Moisés, si aún ahora, con tres mil quinientos
años de evolución, es costoso a la humana criatura el comprender
y sentir la firmeza sublime de aquel ser abrazado a un Ideal
Invisible, que a momentos parecía huir ante él, como una estrella
errante y fugitiva...

Y el pueblo empezó a dudar, a temblar, a temer al desierto que
lo rodeaba como un inmenso sudario de peñascos y de arena del
cual solo la muerte podía esperar.

Los que eran en verdad descendientes de los Patriarcas hebreos,
Abraham, Isaac y Jacob, o sea las Doce Tribus de Israel, estaban sostenidos por la fe en esa gran fuerza llamada Providencia Divina que había velado siempre por sus antepasados. Los Hierofantes compañeros de Moisés eran conocedores de las ocultas verdades propias de Iniciados en la Ciencia de Dios y de las almas. 

Pero todo el resto del pueblo de diversas razas, de escasa evolución y que sólo habían puesto su confianza en el hijo de la Princesa Real de Egipto, casi hermano del Faraón, la aprobación suya como suprema autoridad del país, y ahora todo esto les faltaba, se había evaporado como el humo que se lleva el viento.

La única realidad era el desierto con sus arenales interminables, que les rodeaba apartándoles del mundo de los vivos por miles y miles de millas.

El espectro del hambre y de la muerte se levantaba pavoroso y
amenazador ante aquella muchedumbre abandonada a sus fuerzas
impotentes.

Una caravana de beduinos moabitas a quienes un terremoto volcánico de sus montañas les espantó de improviso y huían buscando tierras de llanura en mejores condiciones, acertó a pasar en esos inciertos días, por el campamento del Pueblo de Moisés.

Esa infeliz caravana de fugitivos tuvo la fuerza de convencer a los vacilantes y cansados seguidores de Moisés, que podían y debían buscar también otro camino.

Una décima parte del pueblo atendió la prédica subversiva, y
con gran escándalo y gritería jubilosa hizo coro a los cantares,
danzas y adoración de los advenedizos que repartían sus provisiones de carnes y frutas entre los descontentos y mal provistos del pueblo de Moisés. Eran devotos del dios Molok y de Astarté, y de cuanta superchería y malas artes mágicas acompañaban esos cultos idólatras.

–Moisés ha muerto en el Monte consumido por el fuego –empezaron
a gritar; y la trágica noticia corría como fuego en un pajar
reseco.
La Matriarca María, Aarón y todos los Hierofantes hacían esfuerzos
inauditos para tranquilizar a los que causaban tan grandes
temores a todo el pueblo.

Los que fueron fieles a Moisés y al Ideal Divino que les había hecho nacer en el alma como un blanco rosal que nunca podría morir, se encerraron en sus tiendas para eludir la prédica subversiva, mientras los hombres y mujeres de la caravana formaron una pira de piedra fuera del campamento y en procesión llevaron allí la figura de Molok, un enano de plata, feo y contrahecho, sin arte ni belleza alguna, pero que al decir de sus devotos, era maravilloso en los dones que les otorgaba.

Las mujeres demasiado insinuantes tomaban del brazo a los
hombres que vacilaban y lograron llevar muchos, y también a las
esposas, hermanas o hijas, y bebiendo entre danzas y cantares
formaban tan atronador laberinto que todo aquello tomó el aspecto
de una orgía nauseabunda para los adeptos fieles a Moisés.

Cuando fue evidente la vacilación y caída de una parte de la muchedumbre, Hur salió de su tienda cubierto del manto blanco de lino que era la vestidura de los momentos solemnes de los Sacerdotes consagrados a Dios, dio una gran voz por la bocina usada para los grandes llamados: –Por aquí no saldrá ninguno de los que salieron de Egipto siguiendo a Moisés, –tomándose fuertemente de los dos postes de cedro que flanqueaban la entrada al campamento.

– ¡Molok puede más que tú, imbécil! –gritó una mujer moabita
que tenía tomados un hombre en cada brazo, que eran los dos
rebeldes que primero habían aceptado la sugerencia y los que
arrastraban a otros y otros en pos de ellos.

La pequeña turba enloquecida se lanzó con ímpetu a la puerta,
tiraron a tierra a Hur y pisoteándolo como a una piltrafa despreciable corrieron al altar de Molok, ante el cual sus sacerdotisas danzaban al son de tamboriles y panderetas.

Tan grande era la gritería y laberinto formado, que no se
apercibieron de que bajaba Moisés del Monte Sagrado, trayendo
afirmadas a su pecho las tablas de fino mármol en que habían sido
grabados los mandatos del Señor.

Bajaba entre un nimbo de luz dorada, y de su frente que el manto
no cubría salían dos poderosos dardos de fuego que esparcían
claridad de sol por todo el contorno que circuía al campamento.
 
Era el anochecer.
Ver a Moisés en tal forma y huir despavoridos los devotos de
Molok fue cosa de un instante, como si los peñascales vecinos les
hubieran tragado.

Sólo quedaron estupefactos y asustados los de su pueblo que
habían perdido la fe en él y en el ideal que les diseñara un día
como una visión celestial.

La indignación del gran hombre llegó a ese límite que sobrepasa
toda fuerza de voluntad y de dominio de sí mismo, y arrojó
al suelo las tablas que se partieron en dos trozos.

– ¡A mí los fieles al Dios del Sinaí! –exclamó en alta voz.
Huri, hijo de Hur, con su hijo Besed fueron los primeros en
acudir a Moisés y allí encontraron a su padre que luchaba entre
la vida y la muerte.

Tenía el tórax hundido y todo él se estremecía dolorosamente.
Le colocaron en una parihuela ante la tienda oratorio, al mismo
tiempo que las tiendas se abrieron y la oscuridad en que todo
el campamento estaba envuelto, se iluminó con la claridad que
envolvía a Moisés.

La consternación de todos, el llanto lastimero de las mujeres,
suavizó, como un fresco rocío el amargo dolor del gran visionario
que había querido crear un pueblo para su ideal, y ese pueblo
lo había traicionado. Los Hierofantes vestidos de penitentes le
rodearon.

Las mujeres llorando se arrodillaron en un gran círculo a su
alrededor, la Matriarca María se llegó a él con su coro de doncellas,
también vestidas de penitentes.
Toda aquella muchedumbre de rodillas ante él, imploraban
perdón para los culpables.

–Han traicionado a su Dios y merecen la muerte –fue el clamor
de Moisés que resonó como un trueno en la soledad pavorosa del
desierto.
–Todos hemos pecado innúmeras veces y aún vivimos, Moisés,
amado hermano mayor de toda esta muchedumbre –imploró la
sacerdotisa María.
Hur que aún vivía, luchaba entre la vida y la muerte, y clamó
como en grito de agonía:
– ¡No matarás, Moisés, no matarás! Ha dicho la voz del Señor.
Moisés dobló la cabeza y cayó de rodillas ante la camilla improvisada
de Hur a la puerta de la tienda oratorio.
Aelohin, su guía íntimo, tomó a Hur que en estado de hipnosis
pronunció estas palabras con la voz apagada de un moribundo:
“Agnus Dei quitolis pecata mundi”.
Y en un largo suspiro exhaló su espíritu, mientras continuaba
oyéndose como el eco mismo de esas palabras, tantas veces cantadas por los ángeles del Señor ante los Mesías encarnados en
planetas de expiación:
“Agnus Dei quitolis pecata mundi”, que traducido al idioma castellano dice: “Cordero de Dios que lavas los pecados del mundo”.

Moisés, atormentado Mesías en medio de tan torpe humanidad,
comprendió el significado de las frases repetidas por su hermano
moribundo, y con su frente apoyada sobre aquel pecho sin vida,
le prometió el perdón para los culpables si había arrepentimiento
en ellos. En caso negativo les expulsaría del campamento, dejándoles libres de ir donde ellos quisieran.

Ordenó que los culpables permanecieran durante siete días
enclaustrados en sus tiendas sin hablar con ninguno del pueblo
fiel. Si pasado ese tiempo reconocían su mal obrar y prometían
corregirse, continuarían formando parte del pueblo de Dios.

Las esposas, las madres y los hijos de muchos de ellos, no habían
tomado parte en la rebelión y pidieron a la Matriarca María
un amparo para ellos. La abnegada y prudente mujer les cobijó
en su propia tienda y en las tiendas de sus compañeras de apostolado, hasta que pasaron los siete días de la penitencia impuesta por Moisés.

Cuando las tiendas clausuradas fueron abiertas se encontraron
vacías aquellas de los más culpables, que por una rasgadura hecha
a puñal, se habían escapado y huido al desierto.

La numerosa porción de los menos culpables o sea los que por
inconsciencia y debilidad a su fe habían cedido a la sugestión, se
encontraban profundamente humillados, pues recordaban haber
sido generosamente favorecidos por Moisés y su madre, cuando
en los días aciagos de la esclavitud en Egipto, les habían salvado
de situaciones bien angustiosas.

La Matriarca María y su consejo de mujeres se tomaron la
tarea de reconciliarlos con el Dios de Moisés, como ellos decían,
asegurándoles un perdón definitivo mediante el firme propósito
de ser fieles en adelante.

Todo quedó borrado y olvidado con la pública proclamación de
la Ley, nuevamente grabada en tablas de piedra, ante las cuales
hizo Moisés desfilar a todo el pueblo, que hizo el voto solemne de
fidelidad al Señor en todos los días que vivieran sobre la tierra .

A cada familia o tribu le fue designado un día y una hora de
acercarse a la tienda oratorio a presentar el homenaje de su adoración y amor al Dios oculto, invisible tras el blanco velo que cubría el Arca en que fueron encerradas las Tablas de la Ley Suprema.

Más adelante, los devotos, los que no alcanzan a comprender un
culto y un amor sin ofrendas materiales, tuvo Moisés la complacencia de permitir que a esa Arca le colocaran decoraciones de oro y de plata, que la rodearan de candelabros con cirios encendidos cuando hacían la oración los más extremistas en sus manifestaciones de amor y de fe. 

De todo esto se formó con el tiempo un voluminoso ritual tan abundante en objetos, ropas y ceremonias, que difícilmente se encontrará otra ideología religiosa que sobrepase a esta en detalles y usos tan extremados que más parecen escenas teatrales, que demostración de sentimientos del alma.

Desgraciadamente, es y será siempre así entre las humanidades
de escasa evolución que habitan los mundos de expiación y
de prueba. Tan solo en los mundos de humanidades purificadas
podemos encontrar a la Fe, la Esperanza, y el Amor, elevándose
como una llama invisible desde el alma extática que la produce
hasta la Omnipotente Majestad Divina que la recibe."





José G. González C. Sígueme en Twitter: @estadocristico Facebook: Estado Crístico Correo: estadocristico@gmail.com